Esa noche luego de nuestro
primer beso al acompañarme a casa, cerré la puerta, suspiré y no pude evitar la
sonrisa en mi rostro tan amplia, sabor a chocolate y menta.
No se aún por qué recordé esa
canción y decidí sentarme a escucharla en el sillón. Me recosté, cerré los ojos
y el vals de Amelie me llevaba a añorar tus labios.
Mi mano comenzó a bailar
suavemente en el aire, a rozar mi otra mano, mi brazo, mi cuello. Podía sentir
tus caricias en las mías.
Lentamente mis dedos buscaron
rozar el pezón sobre mi remera. Mágicamente ahí estaba, llamaba la atención su
relieve obligándome a sentir mi piel, deslicé mi mano por debajo de mi remera y
como una dulce quinceañera sonreí.
No pude evitar guiar mis dedos
hacia abajo. Abrí el cierre del pantalón con timidez y deseo de que estuvieras
allí. El aroma a lluvia que se avecina completaba mi escena. Me sentía viva,
todos mis sentidos, todas mis fantasías se desplegaban para mí. Mis dedos
pellizcaban mi bombacha y la inminente humedad de la lluvia obligaban a hacer
algo al respecto. Casi sin darme cuenta se deslizaron hacia lo profundo de mi
ser. Tibio, tibio, caliente si…
A su vez acariciaba mi rostro
y volvía a descubrir mi sonrisa, una mueca imposible de detener. De alguna
manera vos estabas ahí descubriéndome frutal, fresca, inocente, dispuesta.
Todas las imágenes en mi cabeza, lo vibrante de mi cuerpo aguardando tu
llegada, mi liberación… la tormenta.
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